Tres obras con actores de jerarquía, como Susana Di Gerónimo y Alejo Mango.
Las tres historias que componen este espectáculo son definidas como de posguerra y tienen como protagonistas a cuatro personas que, de alguna manera, cargan con la mancha y la culpa -y tal vez también la acusación- de haberse doblegado o no haber resistido lo suficiente frente al nazismo durante la Segunda Guerra Mundial. No obstante, la directora y las autoras advierten en el programa de mano que no quisieron hablar en particular de esas dos calamidades históricas del siglo pasado ni de los daños que provocaron en la humanidad, sino de "lo que quedó". Esto si es que puede aludirse a " lo que quedó" con un sentido que no lo incluya entre los daños visibles -o las marcas- que dejaron en el cuerpo o en el alma de las personas los flagelos mencionados.
Bajo ese título un poco ambiguo, las obras intentan indagar en la interioridad de esos seres a quienes la realidad llevó a comportarse ante los nazis de un modo que la sociedad consideró censurable, procuran oír sus explicaciones -a veces turbadas, otras ciegas- y preguntan de un modo tácito a quienes oyen si son capaces de reflexionar con suficiente hondura y ecuanimidad sobre lo que están escuchando. Las piezas abren esos microcosmos individuales y permiten que el público observe y saque conclusiones. Son casos particulares de seres extraviados que no supieron ver o no tuvieron el coraje indispensable que requiere una situación límite, pero que también sufrieron y fueron degradados en lo más profundo.
Hay dos historias escritas en forma de monólogos. En la primera, una campesina de 50 años cuenta ante una cámara que la filma cómo sobrevivió durante la ocupación alemana. En la otra, un prestidigitador, que padeció en otro tiempo el encierro en un campo de concentración y se salvó, le reprocha a su joven asistente que vaya a cenar con un espectador que fue su verdugo. Los textos, que son de Patricia Suárez, describen con fina y certera percepción detalles de la expresión verbal y la psicología de sus criaturas, pero se resienten en su verosimilitud teatral por el hecho de que hablan siempre solas y ese código está débilmente justificado en el relato.
Las personas a las que se dirigen la campesina y el mago no aparecen ni contestan, como en esas conversaciones telefónicas donde alguien transmite el diálogo reproduciendo sus palabras y las que supuestamente formula el que está del otro lado del auricular. Esa falla se acentúa en el segundo de los monólogos. La puesta podría haberla solucionado, como lo hace el texto original, colocando un biombo y una figura detrás, aunque sean simples interjecciones. No basta con que el que monologa explique por qué el otro no le contesta. Hay que hacer eso escénicamente creíble.
La última de las historias pertenece a Adriana Tursi y es del típtico la más teatral. Dos antiguos sirvientes de Herman Goering y su esposa remedan en la habitación de un hotel, que fue lujoso, los rituales de poder y las ceremonias de muerte de quienes fueron sus patrones. El dueño del hotel donde se alojó alguna vez el jerarca nazi llama por teléfono a los sirvientes para que vuelvan a sus tareas. Y ellos se resisten: no es un juego inocente, sino un auténtico delirio en el que las consignas e imágenes del pasado se instalan como un mandato irresistible que rompe todas las compuertas de la cordura y llevan a la fatalidad, una más de aquel tiempo de locura que llega como un eco retrasado.
Muy buenos trabajos
El ámbito escenográfico ideado por Di Pasquo reduce todo a la mínima expresión: una mesa con un paño rojo, una silla y un pequeño cajón sobre el que hay un teléfono. Sobre esos escasos objetos la luz se asienta de a ratos, creando la atmósfera que requiere el momento. En ese espacio, Susana Di Gerónimo y Alejo Mango se mueven con absoluta compenetración de lo que exigen sus personajes y le dan una carnalidad diferenciada. Los suyos son trabajos muy logrados, con la sola aclaración de que en los monólogos su rendimiento hubiera crecido mucho más de haber tenido un partener de carne y hueso. La dirección no valorizó este detalle, pero en los demás aspectos de la puesta cumplió con acierto.
Alberto Catena - LA NACION - 11-04-2008
Las tres historias que componen este espectáculo son definidas como de posguerra y tienen como protagonistas a cuatro personas que, de alguna manera, cargan con la mancha y la culpa -y tal vez también la acusación- de haberse doblegado o no haber resistido lo suficiente frente al nazismo durante la Segunda Guerra Mundial. No obstante, la directora y las autoras advierten en el programa de mano que no quisieron hablar en particular de esas dos calamidades históricas del siglo pasado ni de los daños que provocaron en la humanidad, sino de "lo que quedó". Esto si es que puede aludirse a " lo que quedó" con un sentido que no lo incluya entre los daños visibles -o las marcas- que dejaron en el cuerpo o en el alma de las personas los flagelos mencionados.
Bajo ese título un poco ambiguo, las obras intentan indagar en la interioridad de esos seres a quienes la realidad llevó a comportarse ante los nazis de un modo que la sociedad consideró censurable, procuran oír sus explicaciones -a veces turbadas, otras ciegas- y preguntan de un modo tácito a quienes oyen si son capaces de reflexionar con suficiente hondura y ecuanimidad sobre lo que están escuchando. Las piezas abren esos microcosmos individuales y permiten que el público observe y saque conclusiones. Son casos particulares de seres extraviados que no supieron ver o no tuvieron el coraje indispensable que requiere una situación límite, pero que también sufrieron y fueron degradados en lo más profundo.
Hay dos historias escritas en forma de monólogos. En la primera, una campesina de 50 años cuenta ante una cámara que la filma cómo sobrevivió durante la ocupación alemana. En la otra, un prestidigitador, que padeció en otro tiempo el encierro en un campo de concentración y se salvó, le reprocha a su joven asistente que vaya a cenar con un espectador que fue su verdugo. Los textos, que son de Patricia Suárez, describen con fina y certera percepción detalles de la expresión verbal y la psicología de sus criaturas, pero se resienten en su verosimilitud teatral por el hecho de que hablan siempre solas y ese código está débilmente justificado en el relato.
Las personas a las que se dirigen la campesina y el mago no aparecen ni contestan, como en esas conversaciones telefónicas donde alguien transmite el diálogo reproduciendo sus palabras y las que supuestamente formula el que está del otro lado del auricular. Esa falla se acentúa en el segundo de los monólogos. La puesta podría haberla solucionado, como lo hace el texto original, colocando un biombo y una figura detrás, aunque sean simples interjecciones. No basta con que el que monologa explique por qué el otro no le contesta. Hay que hacer eso escénicamente creíble.
La última de las historias pertenece a Adriana Tursi y es del típtico la más teatral. Dos antiguos sirvientes de Herman Goering y su esposa remedan en la habitación de un hotel, que fue lujoso, los rituales de poder y las ceremonias de muerte de quienes fueron sus patrones. El dueño del hotel donde se alojó alguna vez el jerarca nazi llama por teléfono a los sirvientes para que vuelvan a sus tareas. Y ellos se resisten: no es un juego inocente, sino un auténtico delirio en el que las consignas e imágenes del pasado se instalan como un mandato irresistible que rompe todas las compuertas de la cordura y llevan a la fatalidad, una más de aquel tiempo de locura que llega como un eco retrasado.
Muy buenos trabajos
El ámbito escenográfico ideado por Di Pasquo reduce todo a la mínima expresión: una mesa con un paño rojo, una silla y un pequeño cajón sobre el que hay un teléfono. Sobre esos escasos objetos la luz se asienta de a ratos, creando la atmósfera que requiere el momento. En ese espacio, Susana Di Gerónimo y Alejo Mango se mueven con absoluta compenetración de lo que exigen sus personajes y le dan una carnalidad diferenciada. Los suyos son trabajos muy logrados, con la sola aclaración de que en los monólogos su rendimiento hubiera crecido mucho más de haber tenido un partener de carne y hueso. La dirección no valorizó este detalle, pero en los demás aspectos de la puesta cumplió con acierto.
Alberto Catena - LA NACION - 11-04-2008
No hay comentarios:
Publicar un comentario